miércoles, 22 de octubre de 2008

Capítulo -6-

(Para la publicación del capítulo 7, se necesita un mínimo de 32 comentarios sobre este capítulo)

Las Islas Canarias están ubicadas frente a la costa norte de África. Son siete islas mayores y otras menores, entre las que figura, la isla La Graciosa: nuestro destino. La abundancia del tráfico marítimo convirtió a esta zona en un auténtico cementerio submarino. El muelle Reina Sofía es uno de los lugares poblados de naufragios submarinos. Una de las embarcaciones más cercana es el carguero “Kalais” ubicado entre veinte y veintidós metros de profundidad.
El viaje hacia las Islas Canarias era la segunda etapa de nuestro proyecto, una vez que termináramos con el de Cádiz pero la noticia de aquella mañana de invierno hizo cambiar los planes y adelantar nuestra partida.
Zarpamos del puerto de Cádiz después de un fin de semana agitado por los preparativos. El atardecer de ese lunes presentaba óptimas condiciones para navegar. El cielo pasaba de un celeste a un azul espléndido a medida que los rayos del sol se perdían en el horizonte. La brisa acompañaba nuestro recorrido en la “Merceditas”. En la isla La Graciosa, nos esperaba para embarcar Pedro Quintana, el buzo que le había avisado a Diego Grisal sobre el hallazgo.
El largo viaje hacia el puerto de la isla La Graciosa demoró más de treinta horas. Arribamos a las tres de la mañana del día miércoles y amarramos allí hasta la llegada de nuestro buzo. Al ver los restos del trozo de madera que traía Pedro, noté que procedía de un buque antiguo. Las pruebas químicas y tratamientos específicos lo determinarían.
A media mañana zarpamos hacia el lugar del hallazgo a unas treinta millas al nordeste del puerto de la isla La Graciosa.
Llegamos en menos de dos horas de viaje. Diego tenía todo planificado. Nos quedaríamos en el sitio dos días. Las primeras tareas consistirían en hacer varios rastrillajes con los equipos electrónicos a bordo de la “Merceditas”. Luego, Diego y sus colaboradores obtendrían todo tipo de fotografías del lugar y filmaciones subacuáticas.
El primer día de trabajo no arrojó resultados positivos. El clima permitió sólo algunos intentos de sondeo. La frustración que nos acompañó esa noche a nuestros camarotes fue sesgada únicamente por la certeza de que el madero pertenecía a estas latitudes. Sólo era cuestión de tiempo.
Cuando finalizaba el segundo día de la expedición observamos en uno de los sondeos del magnetómetro una anomalía. Inmediatamente, el primer pensamiento que nos abordó fue que podría tratarse de un objeto metálico perteneciente al pecio.
El ecosonda reflejaba treinta metros de profundidad. La inmersión de los buzos no se hizo esperar. Debido a lo avanzado de la jornada y a que se aproximaban nubarrones amenazantes, bajaron provistos solamente de cámaras fotográficas.
Los gritos de Diego y los demás buzos cuando emergieron seguramente fueron escuchados desde el puerto de la Isla La Graciosa. La alegría en sus rostros significaba una cosa:
— ¡Santiago! ¡Lo encontramos! ¡Lo encontramos! –exclamaba eufórico Diego.
Fue el primero en subir a la embarcación y no paraba de gritar. Traté de calmarlo como pude, mientras le ayudaba con el equipo de buceo, para que contara detalles de lo que había visto.
Diego se serenó y comenzó su relato.
— Hay piezas desparramadas en un radio de treinta o cuarenta metros a la redonda. Son trozos de madera incrustados en el fondo del mar –comentaba Diego entusiasmado.
— Y sacamos muchas fotografías –agregó Pedro Quintana–. Del fondo surgía un trozo que parecía ser parte de un cañón. Hay que inspeccionar las imágenes con atención.
— Parece que esta noche nadie dormirá –dijo Diego–. Tenemos mucho trabajo para hacer.
Contuve mi alegría, aunque estaba a punto de estallar como un volcán. Quería asegurarme que las imágenes revelaran la presencia del pecio.