sábado, 30 de agosto de 2008

Capítulo -3-

(Para la publicación del capítulo 4, se necesita un mínimo de 4 comentarios sobre este capítulo)
La investigación se concentró en la bahía de Cádiz donde yacen cientos de barcos hundidos, desde navíos centenarios como carabelas y galeones, hasta buques de la Segunda Guerra Mundial. Todos tuvieron la desgracia de terminar su historia en estas aguas.
Cuando Cristóbal Colón descubrió América, la marina española tuvo un protagonismo indiscutible en la navegación de altura. Estos viajes contribuyeron al descubrimiento, conquista y extracción de todo tipo de riquezas del nuevo continente. La “Carrera de las Indias” generó un impresionante monopolio.
Francis Drake, navegante y explorador inglés, desde muy joven recorrió los mares de las Antillas causando graves dificultades a la población española. Sir Francis Drake, título recibido de manos de la reina Isabel I en una ceremonia que se desarrolló en su nave insignia, el “Golden Hind”, tuvo el privilegio de ser el primer inglés en divisar las aguas del Océano Pacífico.
En el año 1587, la guerra entre España e Inglaterra era inevitable. La reina Isabel I, le encargó una nueva misión: saquear y destruir la flota española en el puerto de Cádiz. Allí incendió la mayor cantidad de buques y se apoderó de los cargamentos procedentes de las Indias. Su operación fue un éxito.
Gran parte de aquellos fabulosos tesoros se los apoderó el corsario inglés Drake.
Luego de los ataques piratas las autoridades o el propio capitán del buque hundido, organizaban operaciones de rescate. Contrataban embarcaciones con personas que se sumergían para rescatar la mayor cantidad posible de las riquezas. Por otro lado, los mismos tripulantes eran, a veces, los que robaban las riquezas del buque antes de que se hundiera. Incluso los lugareños, valiéndose de cualquier medio, en un intento desesperado para adueñarse de metales preciosos, llegaban hasta el naufragio para saquear.
Trascurridos varios meses e incluso años desde que una embarcación se había hundido, podía solicitarse a la Corona un permiso especial para buscar su carga. Así fue cómo surgieron los asentistas. El asiento era un contrato mediante el cual se asignaban funciones públicas a personas privadas ajenas a la Administración Real. El asentista se comprometía a recuperar las riquezas sumergidas a cambio de un porcentaje.
Todos estos datos tiraban por la borda la esperanza de encontrar algún tesoro de importancia.
Pero mi expectativa era otra, reconstruir pequeños pedazos de historia de aquellos galeones sumergidos.
Diego estaba a cargo de las operaciones en su embarcación “Merceditas”. El capitán del barco, Juan Manuel y yo, y un grupo de colaboradores, entre los que se encontraban buzos, un biólogo, un geógrafo y un médico, emprendimos el viaje.
Para localizar objetos arqueológicos debajo del mar, sin tener que bucear en grandes extensiones, usábamos tecnología de avanzada.
Uno de los instrumentos utilizados es el sonar. Con la particularidad de parecerse a un torpedo, este aparato emite y recibe sonido. La señal acústica emitida viaja hacia el lecho marino hasta chocar con el fondo del mar regresando nuevamente hacia el censor. La diferencia resultante entre la señal emitida y la recibida expresa las características físicas del área recorrida.
Para detectar objetos de metal, en nuestro caso anclas o cañones, utilizamos un magnetómetro que capta el campo magnético terrestre rastreado. Pequeñas anomalías en el campo magnético pueden significar objetos con contenidos magnéticos o ferrosos. Para identificar este tipo de alteraciones se realizan diversos “barridos” mediante buceo.
Los instrumentos a bordo estaban bajo la estricta supervisión del capitán Diego Grisal.
El conocimiento del relieve marino se obtiene mediante el uso del ecosonda. Este aparato, al igual que el sonar, emite una señal acústica que rebota en el fondo y regresa nuevamente al instrumento. El tiempo entre el envío y el regreso de la señal se puede traducir en distancia, permitiéndonos obtener la profundidad en la cual navegamos y por consiguiente dibujar una carta batimétrica. La batimetría es lo que en tierra llamamos topografía y nos permite graficar la geografía del fondo marino con sus planicies, valles o abismos submarinos.
Para marcar con precisión los sitios con presencia arqueológica y poder volver al mismo punto en futuras expediciones, nos auxiliamos de un GPS (Global Positioning System). Este instrumento funciona con una antena que recibe la señal de los satélites en órbita. Los satélites transmiten continuamente su situación orbital y la hora exacta. El tiempo transcurrido, medido en nanosegundos, entre la emisión de los satélites y la recepción de la señal por parte del receptor GPS se convierte en distancia mediante una simple fórmula aritmética. Al captar las señales de un mínimo de tres satélites por triangulación, el receptor GPS determina la posición que ocupa sobre la superficie de la tierra mediante el valor de las coordenadas de longitud y latitud. Nuestro geógrafo a bordo, detallista y minucioso, se encargaba de esta tarea.
Diego Grisal, con miles de inmersiones en su haber, me decía que entre las múltiples emociones que reserva cualquier inmersión sin lugar a dudas una de las mayores es la vista de un pecio, como se lo denomina en el mar a todos los barcos que yacen en el fondo.
— La vista de un pecio supone el misterio. Pasar la mano por cualquier parte de un barco hundido produce una sensación escalofriante. Miles de preguntas se ten vienen a la mente –decía Diego.
— ¿Cómo sería el final de sus ocupantes? –pregunté.
— El terror de la tripulación frente a un ataque pirata.
— O el miedo ante un huracán.
— Creo que todas las sensaciones del momento final del barco antes del hundimiento quedan impregnadas en sus restos, dándole vida propia. Una vida mansa y silenciosa oculta en las profundidades. Esconden leyenda –concluyó Diego. Ajustó su equipo de buceo y se zambulló perdiéndose lentamente en el agua ante mi atenta mirada.

jueves, 28 de agosto de 2008

Capítulo -2-

(Para la publicación del capítulo 3, se necesita un mínimo de 2 comentarios sobre este capítulo)
En la recepción de nuestro lugar de trabajo se encontraba el elegante escritorio de la secretaria de Don Joaquín. Un angosto pasillo comunicaba la oficina de mi jefe con el recinto destinado para la investigación. Este salón de cinco metros de ancho por diez de largo, con paredes pintadas de color blanco y cientos de tubos fluorescentes, solamente contaba con una mesa. Divisar mi escritorio en aquel enorme ambiente me recordó a los barcos que se perdían en el horizonte cuando nos sentábamos en el malecón junto a mi padre para verlos zarpar. Esa imagen me produjo una sensación de bienestar, un buen presentimiento.
Miré mi reloj, eran las 21:35. Después de trece horas continuas de trabajo, junté mis cosas y me dirigí hacia mi apartamento. Al llegar, me desplomé sobre la cama y la sentí como arena movediza. Cualquier intento de resistencia a ese lento pero profundo hundimiento sería en vano. Me dejé perder en sus profundidades.
A las cuatro de la mañana me desperté sobresaltado. Tuve un sueño extraño que me dejó con una sensación parecida a cuando soñaba con mi madre. Ella murió cuando yo tenía cuatro años. Un cáncer se la llevó en ocho meses. También se llevó una parte de la vida de mi padre. Desde ese momento se refugió en la librería para buscar consuelo. Este sueño se repitió durante mi adolescencia.
Me encontraba a orillas de un puerto. Todo era soledad. El puerto, sin movimiento; la playa, sin turistas y la avenida costanera, desolada. Todo era soledad y silencio. Una brisa inundaba el paisaje. El sonido de las olas era una música apacible que envolvía mis sentidos. Cerraba los ojos para ser parte de aquel acontecimiento de la naturaleza. Alguien se sentaba a mi lado y me tomaba suavemente de la mano. Al instante reconocía su esencia, esa conexión invisible que produce un vínculo infinito de amor. Al abrir mis ojos para fundirme en un abrazo con mi madre, descubría con desesperación que todo era nuevamente soledad.
Esta vez el sueño no era el mismo. Ahora descendía lentamente en la profundidad de un océano. Sobre la superficie flotaban objetos que no lograba identificar. Divisé uno grande: era un cofre que me acompañaba en ese descenso. Sentí que algo me ligaba a él, una unión indescifrable. La necesidad de inhalar aire me provocó una desesperación angustiante. La oscuridad y el silencio eran absolutos. Mi corazón palpitaba en forma agitada y la presión del agua martillaba mis oídos hasta que no pude resistir más. Abrí la boca instintivamente en busca de un aire que nunca llegó.

Los primeros seis meses de trabajo fueron de un ritmo acelerado. Se produjo un notorio avance en estadísticas. Aquel salón quedó transformado en un bunker de investigación. Joaquín Monsalve no mezquinó gastos en mis peticiones; quizás porque creía que yo lo ayudaría en ese descubrimiento que le taparía la boca con montañas de oro y plata al capitán Juan José García Salazar. Los libros, volúmenes, tomos, fascículos y carpetas de trabajo para la investigación invadieron velozmente las bibliotecas y mesas.
Se agregaron dos escritorios más. Uno para mi amigo Juan Manuel Ruiz, Licenciado en Geografía e Historia, de la Universidad de Cádiz. Lo conocía desde mi época de asistente en el centro de cómputos de la institución. Con él compartía extensas charlas de café sobre historia antigua, tema que despertaba una profunda fascinación en ambos. Como lo suponía, no dudó en embarcarse en esta aventura cuando le propuse integrarse al equipo de trabajo.
El otro escritorio fue ocupado por Diego Grisal, buzo profesional, experto en fotografía submarina y conocedor del golfo de Cádiz como pocos.

Al inicio del segundo semestre de trabajo, contábamos con un valioso archivo estadístico. Mapas y cartas náuticas decoraban la única pared que no había sido invadida por los muebles y estanterías abarrotados de papeles. Las banderitas numeradas en las cartografías ubicaban los naufragios registrados por nuestra investigación y mediante un sistema informático se generó una base de datos con toda la documentación existente sobre cada caso. Se agregaron además, los barcos que habían sido asaltados por piratas y corsarios y las embarcaciones que cumplieron su ciclo de viajes por averías irreparables. Todas las evidencias fueron corroboradas con los datos históricos.
El interés del Director crecía a medida que pasaban los meses. Su plazo había quedado en el olvido. Propuso que se ocupara uno de los galpones en desuso para archivar en forma prolija y ordenada las pertenencias y objetos de las embarcaciones. Se iniciaba otro tipo de búsqueda: la operativa. La investigación se desarrollaría in situ. La participación de nuestro buzo, Diego Grisal, empezaba a ser crucial y determinante.

martes, 26 de agosto de 2008

Capítulo -1-

(Para la publicación del capítulo 2, se necesita un mínimo de 1 comentario sobre este capítulo)
El encantamiento que me producen las embarcaciones nace en mi infancia. Cuando yo tenía cinco años los domingos paseábamos con mi padre por el malecón. Nos sentábamos a orillas del puerto de Cádiz durante las primeras horas de la mañana y admirábamos el alistamiento de los barcos para su zarpada. Me fascinaba ver cómo esas enormes moles de acero enfilaban mar adentro hasta que las perdíamos de vista y sólo divisábamos un efímero punto en la línea del horizonte.
Mi padre me acompañaba en mi ensueño. Me leía muchos libros sobre la historia de España que traía de la librería de la que era propietario. Obsesionado por estos temas, él tenía una colección muy importante.
A medida que crecía, en igual ritmo aumentaba mi interés por la investigación.
Recuerdo claramente que mientras transitaba la adolescencia, me instalaba horas y horas en la librería junto a mi padre y me sumergía en libros sobre historia de la armada española, sus carabelas y galeones.
Con el tiempo me convertí en experto sobre la historia naval española. En el año 1990 ingresé a la Universidad de Cádiz. En esa época se había creado un centro de cómputos para informatizar la biblioteca y brindar un mejor servicio a los estudiantes y a la comunidad. Durante seis años trabajé y estudié en la universidad. Mi interés por la investigación me hizo resistir el agotamiento de jornadas que a veces parecían interminables. Finalmente obtuve los títulos de Licenciado en Ciencias Antropológicas y en Bibliotecología y Ciencia de la Información.
A principios del año 1996, me presenté a concurso para ocupar el puesto de Gerente del Departamento de Arqueología Submarina de la Dirección de Estadística y Censo Naval de la Armada Española, que depende del Ministerio de Defensa.
El cargo fue a raíz del revuelo generado por una nota publicada en un diario de Ibiza. El capitán Juan José García Salazar, presidente de la Asociación de Restitución Histórica de Galeones Españoles, en esa entrevista acusó a la administración pública de inoperancia en la recuperación del patrimonio sumergido en las profundidades.
En ese artículo, el capitán Juan José García Salazar, expresaba:
“... el censo de los hundimientos que la Asociación tiene contabilizado asciende a más de setecientos, desde el siglo XVI hasta el XVIII, con cargamentos de oro, plata, perlas y esmeralda que superan miles de millones de pesetas. Esto provocó la aparición de numerosos caza-tesoros, buceadores piratas que han malvendido los objetos encontrados. España debe tener un museo de Galeones con sus historias y pertenencias y realizar un verdadero trabajo arqueológico.”
El artículo del capitán se publicó al día siguiente de que España quedara conmocionada por la noticia procedente desde los Estados Unidos en la que el famoso cazador de tesoros, Jack Steeman, sacó doscientos setenta millones de libras en gemas y metales preciosos pertenecientes al Galeón Español “Nuestra Señora de Atocha” hundido en el año 1622 por un huracán. Para empeorar las cosas, luego de varios meses y de una larga batalla legal con el Estado de Florida, Jack Steeman retuvo la totalidad de su hallazgo.
El capitán concluyó su artículo con una misiva rotunda hacia el gobierno “... Existe demasiado por investigar y descubrir, pero es evidente que la labor de España en este tema es nula y que, además de no ocuparnos de nuestras propias aguas jurisdiccionales, brindamos irresponsablemente información a extranjeros para que encuentren nuestros tesoros.”
Obtuve el empleo con holgura debido a mi desempeño académico. Mi jefe, el señor Joaquín Monsalve, era abogado. Se rumoreaba que el cargo de Director lo había obtenido simplemente porque era el cuñado del Ministro de Defensa. Nunca había hecho nada importante desde que ingresó, hacía siete años atrás. El primer contacto con mi superior fue seco y tajante. De estatura media, más bajo que yo, llamaba la atención por un lunar blanco en la negrura de su cabellera. Su cara se escondía detrás de una barba, un par de anteojos gruesos y el aroma espeso de un habano. Camisa desabrochada, corbata desalineada. Al político se lo notaba nervioso y alterado. Se veía tocado en su orgullo personal. Las recientes denuncias, sacaban a la luz su pasividad en el ejercicio de sus funciones. Me impartió una orden que tendría que realizar en tiempo y forma:
— Santiago Celades, tiene un año a partir de la fecha para conseguir un galeón español hundido. Obviamente, con cargamento de oro y plata incluido.
— Señor, discúlpeme que lo contradiga, pero eso es imposible. Es muy poco tiempo. Aquí hay que empezar de cero con un profundo trabajo de investigación. Es muy arriesgado garantizar resultados en el lapso de un año.
La respuesta de mi jefe fue fulminante:
— Que tenga usted muy buen día.
Se levantó de su asiento, se dirigió hacia la puerta de la oficina y con un gesto me indicó la salida. Comprendí al instante que no tendría otro remedio que poner manos a la obra.

sábado, 23 de agosto de 2008

Sinopsis

Santiago Celades, jefe del Departamento de Arqueología Submarina del gobierno español, recibe una inesperada noticia que cambiará el curso de su actual investigación: La búsqueda del tesoro de un Galeón hundido.
Un sueño perturbador acontecido durante la noche de su primer día laboral, la reciente noticia y las sugerencias de su fiel amiga lo guiarán a un descubrimiento mucho más importante que el tesoro sumergido de cientos de Galeones.

viernes, 22 de agosto de 2008

Bitácora del último viaje

"Bitácora del último viaje" nace a principios de marzo del 2005 como un intento de ir más allá del hobbie por la lectura. Avanzar un paso más e intentar ingresar en el mundo de la escritura. Descubrí un mundo apasionante en donde tienes que investigar todo y de todo para completar tu historia y cerrar el círculo de tu obra literaria de principio a fin.
Todo un año llevó el proceso de escritura del libro, con vaivenes de euforia y dudas, alegrías y frustraciones, pero pudieron más las ganas y en marzo del 2006 el libro estaba terminado.
Avancé un paso y más y busqué contactarme con alguien que me editara el libro. En mayo de ese mismo año comencé ese proceso. Ingresé a otro mundo fascinante, como es el proceso de editar un libro. Se aprende muchísimo y te ayuda a superarte cada día más y así fue como tras casi otro año mas, en junio del 2007, veía un sueño hecho realidad.
Invito a todos a esta aventura y a que puedan crear su propia aventura y hacerla realidad.

Espero que se diviertan leyendo y les agrade la historia.

Literatura x dos

El juego consiste en la publicación del primer capítulo de mi libro "Bitácora del último viaje". La condición de la publicación del segundo capítulo consta simplemente en que el primer capítulo debe ser comentado por una persona como mínimo. Para la publicación del tercer capítulo bastará con que dos personas o más comenten el capítulo dos y así sucesivamente, siempre multiplicando por dos para que el próximo capítulo sea publicado.

Objetivo

¿De qué se trata?

Es muy simple. Creo fervientemente en la lectura como un proceso fundamental en la formación de toda persona. La idea de este blog es tratar de cumplir dos objetivos a la vez. El primero es hacer un pequeño aporte por incentivar la lectura y la escritura y el segundo, ver cumplido un sueño que años atrás creía imposible; publicar mi primer libro.